24 jul 2011

Un impuro deseo de pureza


Wakolda, de Lucía Puenzo
Todos sabemos que la Argentina fue un refugio de jerarcas nazis en desbandada. Adolf Eichmann y Erich Priebke (un destacado miembro de la comunidad barilochense) son los más recordados, pero hasta Joseph Mengele –el “Ángel de la muerte” de Auschwitz– pasó por aquí. Wakolda se interna en esa historia y utiliza los colores de la complicidad –una paleta de variadas tonalidades– para pintar la pureza como excusa del mal y la perversión.
La novela toma su nombre de la mujer del cacique mapuche Lautaro, referente de la resistencia de los pueblos originarios frente a su genocidio. La narración por suerte ni se plantea ser un alegato moral sino que investiga, mediante la ficción, algunas claves para entender los resortes que se pusieron en movimiento para que una región tan alejada de la “pureza racial” se convirtiera en protectora del ideario nazi.
El relato explora la sutil complicidad entre Lilith y José. Ella es una inocente niña con una deformidad “casi imperceptible” que la aleja de la pureza aria, transformándola en “un personaje mitológico, mezcla de ninfa y de duende”. Lilith, que tiene una irresistible alma de pirata y “debajo del encaje de su vestido de punto inglés era la única alma aventurera” de su familia, siente una irresistible atracción hacia José. Él, un misterioso alemán en tránsito por la Patagonia, esconde detrás de un trato encantador a un temible titiritero de seres humanos. El relato desenmascara lentamente al monstruo: “No fue la forma en que lo dijo. Fue la mirada, un instante apenas, de reojo. Le heló la sangre. Por un parpadeo no fue el caballero refinado y aristocrático que la tenía encandilada. Fue el otro, el asesino más sádico de todos los tiempos el que la hizo retroceder sobre sus pasos y alejarse sin pensar en qué dirección iba.”
El alemán, mientras escapa de los cazadores de nazis, asedia a sus presas en un juego siniestro que no puede abandonar. Y como una fuente de perversidad, que atrae y marchita a todos los que toca; la opacidad de José trata de consumir el resplandor que emana Lilith. Lucía Puenzo profundiza en el camino sin retorno de la pérdida de la inocencia: “Lilith entreabrió un centímetro las manos. Sin pedir permiso, José hundió el índice en la cuevita oscura que funcionaba como una prisión para la luciérnaga. La apretó contra la palma izquierda de Lilith, que aguantó el cosquilleo –mezcla de asco y placer– con estoicismo. En un instante la luciérnaga se apagó.”
Una novela con el ritmo y clima de una cacería que, sin respiro, avanza sobre una red de complicidades, entre las que no querer ver al lobo feroz dentro de la propia madriguera, es una de las peores, ya que encubre la condición de aliado en el propio sometimiento.

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