"Tengo derecho a destruirme", de Kim Young-ha. Reseña publicada en el suplemento Cultura del Tiempo Argentino el 17/06/2012
La difusión del arte coreano en Sudamérica es escasa, apenas un par de directores de cine como Kim Ki-duk o Lee Chang-dong, pero esta carestía es suficiente aliciente para esperar que su literatura posea exponentes de similar magnitud. Para empezar a experimentar, la editorial Bajo la luna ha publicado a uno de los escritores estrellas de Corea, Kim Young-ha. El autor lleva cinco novelas y cuatro libros de cuentos publicados. Tengo derecho a destruirme es la primera de sus novelas.
Young-ha presenta un libro abierto a las influencias de Occidente, no en vano entre sus influencias menciona a Kundera, Dostoievski, Rushdie y Borges. El personaje central, llamado C, explica que “un escritor sin libros publicados en inglés es considerado un hombre que vive sin hacer nada productivo”. La reflexión sobre el arte y las letras no ocupa un lugar menor en esta obra, muchas veces se liga al tema de la vida y la muerte, uno de los núcleos del libro, “los que no conocen la estética de la reducción, mueren sin comprender el sentido oculto de la vida.” El arte asoma desde el inicio con una descripción del cuadro La muerte de Marat de Jacques-Louis David, luego seguirá la Judith de Klimt, o las mujeres salvajes del peruano Boris Vallejo.
Lejos de una narración pintoresca for export, la novela está cruzada por autopistas enormes por las que viajan taxis-bala a toda velocidad, y poblada de jóvenes, pero aquellos que no tienen un grado importante de apatía o indiferencia están absorbidos por la búsqueda de la felicidad del instante. “¿Por qué los a los monstruos y cyborgs de los dibujos animados les impacienta tanto convertirse en seres humanos?”, se pregunta una bella joven, amante de los chupetines, mientras relata su experiencia trabajando de maniquí en un bar. La velocidad de la vida y la búsqueda frenética de un sentido trascendente responden al vértigo que impone el desarrollo capitalista globalizado.
Corea es un país que pelea –casi siempre con éxito– el primer puesto en la tasa de suicidios a nivel global. Los que tengan este dato no se sorprenderán de la verdadera ocupación de C: ayudar a la gente a morir. Sentado en su oficina recibe una multitud de llamados de los que seleccionará uno al que dedicarse, luego de esa experiencia saldrá un relato. De Seúl a París a Viena y de regreso a Seúl. El mundo occidental no está reducido a una gaseosa, y si bien no logra llenar de vida a los personajes, ofrece un camino al relato.
Sexo, autos veloces, artistas estrafalarios habitan las páginas de Tengo derecho a destruirme, pero también hay una reflexión sobre el arte, la vida y la muerte que merece ser escuchada.
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