" La escritura es un llamado y el altar es una mesa. Una misa es una invitación a comulgar, a que dos o más personas se reúnan en nombre de algo, de lo que quieran. De hecho una mesa política puede tener estas características. Y en la escritura te juntás hacia una verdad, en nombre de una fe verdadera, no una fe triste."
La entrevista con Pablo Ramos se combinó en su casa, en Paternal. Luego del rato que le llevó encontrar las llaves, abrió la puerta, cansado pero de buen humor. "Uh, debe hacer como 20 días que no veo el sol", exclama cubriéndose los ojos con la mano. Está cansado, porque ensayó toda la noche con Analfabetos, su banda, para el show que darían en el Centro Cultural Caras y Caretas y en el que finalmente se improvisó la postergada presentación de su último libro, El camino de la luna.
Ya adentro, la casa se extiende grande, antigua y de techos altos. La sala donde se desarrollará la charla está ocupada por un piano y una alta biblioteca de madera. El recorrido, buscando una buena toma para el fotógrafo, pasa por la cocina y sigue hacia arriba, entonces aparece el taller, la sala de ensayo y una parrilla. Pablo Ramos abre grande la boca y bosteza: "Debo ser el peor entrevistado del mundo", se disculpa. Pero no, a pesar de los inmensos bostezos, se muestra cordial en todo momento.
Ramos a veces resulta controvertido en el mundo de la literatura: "Hay algo que nunca voy a ser, y es algo que más del 80% de los escritores que conozco son: yo nunca voy a ser alcahuete. No podría caminar por mi barrio, ni saludar a mis amigos. Es un momento bastante deprimente de alcahuetes. Antes escribían en La Nación, ahora son todos peronistas number one."
En el escritorio de su estudio, al lado de la sala, hay una máquina de escribir Lettera 32 que da el pie para arrancar con la primera pregunta.
− Es curioso lo de la máquina de escribir.
−Sí, ¿no? Uso una máquina por libro. Una vez que termino un libro, a esa máquina la jubilo. La máquina me encanta.
−¿Cómo es el proceso de escritura?
−Sí, ¿no? Uso una máquina por libro. Una vez que termino un libro, a esa máquina la jubilo. La máquina me encanta.
−¿Cómo es el proceso de escritura?
−Escribo a máquina y voy corrigiendo con liquid, plasticola, a mano. A veces escribo en la computadora, también. Pero me pone nervioso, porque veo un cachito de lo que voy haciendo. Necesito ver el todo, en todo caso, necesito imprimir, y hago como una sábana pegando las hojas en la pared. Ves, como esa que está ahí. (Señala un mural hecho de hojas sobre una pared). Cada capítulo necesito tenerlo a la vista todo el tiempo. Eso es una parte de Los ángeles también deben morir.
−En algunos de los cuentos de El camino de la luna, las palabras parecen esconder algo. Algo que luego aparece y da vuelta toda la narración.
−Sí, esa es una manera de contar. Un poco más tal vez, una manera de ser, porque me parece que vivo así también. Voy viviendo como la cosa viene y en un momento la vida toma sentido. De hecho mi vida fue así, yo empecé a escribir a los 35 años. Siempre fui muy lector, pero sobre todo laburaba, ya que necesitaba salir de una familia muy humilde y comprarle la casa a mi vieja. Después de que hice esa vuelta económica muy fuerte, me pude poner a escribir más tranquilo. Nunca soñé con ser escritor y de repente supe que quería profundamente serlo. Y lo fui. Es medio raro, pero así soy. De repente quiero, y lo soy. Entre el deseo y llevarlo a cabo, no hay muchas vueltas. Escribo como soy, así resuelvo lo que escribo, me parece.
−Gabriel Reyes, tu personaje y alter ego, volvió en estos cuentos.
−Sí, me parece que completé algunos huecos de su historia. Todo pasa, porque tengo mucho escrito, tengo muchos cuentos terminados publicables. Pero demoro mucho, me gusta quedarme con las cosas y ver si arman un libro. Me di cuenta de que acá había un libro cuando empecé a ver todas estas cosas perdidas de Gabriel que podían llegar a completar el retrato del personaje por fuera de la trilogía. No sé si Gabriel va a terminar alguna vez.
–¿Tenés miedo de quedar cercado por la cuestión autobiográfica?
−No. Porque yo creo profundamente que lo que importa de la biografía de uno, de los hechos que uno vivió, es el relato que uno haga. Eso es lo que le da alma a las cosas. Los hechos están desprovistos de los hechos, algo así dice Onetti en El Pozo. O Jung diría algo más o menos parecido, la esencia espiritual de lo vivido es lo digno de ser narrado. Yo soy Pablo, Gabriel es mi alter ego, pero en En cinco minutos levántate María, yo salí de Gabriel Reyes. Es una voz completamente distinta.
−Es decir que en el relato que se hace está la clave, ahí se vuelve a dar vida a los hechos.
−El relato es el retrato. Si no, Gabriel fracasa. El último cuento, "Nadar en lo profundo", me gusta porque le da un poco de justicia al padre. (Parafrasea un fragmento) "Pensé en papá que podía arreglarlo todo y me di cuenta que la única incapacidad que le conocía éramos nosotros." Es muy triste, pero en el relato, él se libera de culpa y lo libera al padre. Si yo quiero acordarme de la cara de mi padre, no puedo. Ahora, si recuerdo una historia, aparece la cara de mi padre.
−¿Extrañás ese barrio, tan presente en tus relatos?
−La Paternal es muy parecido. Yo no quiero estar más allá. No es el barrio que yo amé. Voy a la cancha a veces. Aprovecho ahora que somos los campeones (risas). Como dice Liliana Hecker: "Vos hiciste que le fuera bien a Arsenal", porque cuando empecé estaba en la B Metropolitana. Pero a mí me interesa el fútbol cuando trasciende el fútbol, como en "Me van a tener que disculpar" de (Eduardo) Sacheri, que lo leo y lloro. En este libro el fútbol aparece en "La posibilidad sublime". Pero ahí también el fútbol es otra cosa.
–Y a tu lector, ¿le mantenés una lealtad futbolera?
–No, le tengo una lealtad más profunda que futbolera, porque esa lealtad es medio ciega. Le tengo un amor responsable, que es el que exige. Me exijo mucho. Reconozco una evolución de libro a libro. En la prosa, en la manera de narrar. "La fría oscuridad el universo" es para mí el mejor cuento del libro, y es un homenaje a Cheever. Hay algunos cuentos con un final muy arriba.
–Sí, totalmente. La escena del baño es casi mística. En este libro está profundamente el hecho de escribir. El milagro de escribir. Todo el tiempo. Intentaba escribir algo y sin embargo me salía otra cosa.
A Borges nadie le preguntó si "El Aleph" era autobiográfico. ¿De dónde va a sacar un escritor la escritura? La palabra autobiografía es un error grave. No hay tal cosa. Hay una experiencia de vida
–¿A pesar de lo autobiográfico?
–Así funciona lo autobiográfico. Y escribir es eso, se corre ese gran riesgo. Eso que también aparece en los acápites, que son la respuesta que yo encontré en los demás escritores a la pregunta sobre lo autobiográfico. Ya en el séptimo libro, espero que no me hagan más esta pregunta. A Borges nadie le preguntó si "El Aleph" era autobiográfico. ¿De dónde va a sacar un escritor la escritura? La palabra autobiografía es un error grave. No hay tal cosa. Hay una experiencia de vida. Por ejemplo, "La historia de la música" es la historia de cómo sucede el hecho literario en mí, antes de ser escritura. Muchísimo antes. Cómo me convierto en esa persona que observa la vida de determinada manera. Esa idea del prodigio, tan capitalista y tan valorada por todo el mundo, a mí me causa repulsión. Yo conocí a un montón de prodigios. Desde los 9 años que miraba la vida así, pasa que yo a los 9 años bobinaba motores en el Dock Sud. El prodigio editado es otra cosa, y la juventud es patrimonio de la burguesía. Mi literatura, en cambio, es profundamente de la clase trabajadora, es profundamente proletaria.
–Yo creo que sí. La escritura es un llamado y el altar es una mesa. Una misa es una invitación a comulgar, a que dos o más personas se reúnan en nombre de algo, de lo que quieran. De hecho una mesa política puede tener estas características. Y en la escritura te juntás hacia una verdad, en nombre de una fe verdadera, no una fe triste. Este concepto de la fe verdadera y no triste lo estoy desarrollando mucho en varios libros que estoy escribiendo. Ahí reflexiono sobre mi educación católica y mi aceptación. Soy una persona extrañamente católica con una vida sumamente desordenada, porque soy un alcohólico que siempre vuelve a tomar, un adicto que siempre vuelve a consumir. La Iglesia católica es una mierda descomunal, las personas que quieren ser más o menos normales tienen que tomar un camino por fuera de la Iglesia, porque está copada por lo peor de lo peor de lo peor.
–En tus relatos hay algo de la liberación de la escritura y de traer un poco de justicia al mundo.
–Muy católico eso, ¿viste? (risas). Llega un momento en que no hay más palabras. Llega un momento en el que el mundo se diferencia entre los que no hacen nada y los que hacen algo.
–La escritura cumple el rol de agotarse, es decir, de llevarte al límite. La primera frase del libro de Rafael Barrett es: "La palabra es un arma". Y en el cuento "La chica del pelo verde", Gabriel debe decidir si actuar o no. Y luego la palabra vuelve a ser un arma al final de ese cuento, cuando se le para al torturador, enorme, y sin miedo ninguno le dice lo que tiene que decirle. Un cuento desbordado, que no controlé del todo.
–¿Qué hace a un relato publicable? ¿La perfección del cuento?
–No, eso no es así. Nada de lo que yo haga tiene menos de 40 versiones profundas. Tardo un año en escribir una novela, un año y medio más estoy en la novela. La ley de la ferocidad no es sólo explosión catárquica. Lo fue en la máquina de escribir: están agujereadas las páginas. No es sólo potencia artística, sino que voy entendiendo qué quiero de la escritura. Y los libros que publiqué hasta ahora, los entiendo dignos de ser publicados.
–La cotidianeidad parece rodeada de palabras inofensivas, pero mentirosas.
"De repente no era tan terrible cruzar el puente, pero no lo habría cruzado solo, no hubiera podido. Eso habla de que el asceta o la soledad no son el camino. El camino es el otro. El concepto cristiano de amar al otro como a ti mismo no es un mandamiento, es un consejo sobre el único camino posible. La única manera en que vos te podés amar es si amás a otro. "
–La cotidianeidad parece rodeada de palabras inofensivas, pero mentirosas.
–Hernán, el protagonista de "Montañas de azúcar y ríos de miel", que es abusado, es el segundo nombre de Gabriel (Reyes). Fue un cuento muy duro de escribir para mí, necesité poner el segundo nombre y en tercera persona.
–En ese cuento, la palabra ya no alcanza, queda el llanto...
–Claro, es el niño que aparece en varios cuentos. En el primero es el niño fantasma, que no habla. Es la base del alcohólico que va a ser, por no hablar, por no decir lo que siente. El limitante es el miedo. La emoción como condicionadora de la personalidad y de lo que uno puede hacer. El miedo cuando estás solo es terrible. La única manera de que desaparezca es atravesarlo, y la única manera de atravesarlo es con alguien al lado. El gran cuento del miedo es "El ángel del puente", de Cheever, cuando en un momento de fobia se ve con el auto frente a un puente y no lo puede cruzar. Y atrás una chica le hace dedo con un arpa, tan linda que parecía un ángel. Sube, y cuando se quiere acordar, ya estaba del otro lado del puente. De repente no era tan terrible cruzar el puente, pero no lo habría cruzado solo, no hubiera podido. Eso habla de que el asceta o la soledad no son el camino. El camino es el otro. El concepto cristiano de amar al otro como a ti mismo no es un mandamiento, es un consejo sobre el único camino posible. La única manera en que vos te podés amar es si amás a otro. El amor propio, no el odio, es lo contrario del amor. Las viejas en las misas lo repiten como loro y no se ponen a pensar dos minutos en lo que dice la Biblia, pero es mucho más profundo.
–Ese otro del que hablás estaría dentro de uno…
–(Con énfasis) Está. Eso es perfecto, pero cómo hago: lo saco y lo pongo ahí. Si yo no saco el fantasma del niño atormentado, no le puede dar ira. Porque no lo veo, lo veo afuera. (Cambia, y empieza a hablar de Gabriel Reyes) Y ahí lo ve, porque él lo tenía olvidado a ese niño. Le daba vergüenza y bronca ese niño. Este libro a mí me llevó a pensar que si volviera a nacer y tuviera que elegir la vida que yo quisiera, elegiría ser escritor.
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−¿Qué lugar ocupa la música en tu vida?
–Mi grave problema es que si decidí escribir no puedo hacer otra cosa, no puedo orientar mi energía a otra cosa. No puedo tener dos dioses, no puedo atenderlos. Yo pongo el arte –la escritura y la música– en el centro. Digo la música porque después del disco con Gabo Ferro, estoy muy dedicado a ella.
−Spinetta está muy presente, en tu literatura y en tu música, ¿no?
−Spinetta fue muy importante en mi vida. En mi esquina era muy importante. El disco se llama Sanación del alma que es un tema dedicado a Spinetta. De chico me llevaban ver a Pescado (Rabioso). Cuando llega a mis manos Artaud, yo ni sabía qué significaba esa palabra, la busqué en el diccionario.
−¿No creés que el Flaco está más relacionado a una poética oscura y a un público de clase media, más de Bajo Belgrano que de Avellaneda?
−Sí, es verdad, pero no tanto. En mi barrio se escuchaba. A Pescado Rabioso lo escucha la misma clase que escucha a Pappo, y mi clase trabajadora, la familia de la que yo vengo eran obreros, que vivían como clase media. Hoy hay mucha clase pobre que está lumpenizada. En aquel momento la esquina era sana, era un vino, una cerveza, un cigarrillo, un porro cada tanto y punto. Toda la degradación que trajo la droga y el robo antes no estaba tan presente. La esquina de hoy no es tan linda como aquella. Con esos pibes que ponían Yes en el Winco, en la puerta. Mi humor viene de ahí. Y mi amigo Sarlanga, que tenía programas de radio, me trae un libro de Artaud, Heliogábalo o el anarquista coronado. Ese fue el tercer libro que leí en la vida. Y de ahí no paré. Busqué la poesía de Artaud. Empecé a entender más lo que escribía Spinetta. Le encontré sentido a esas palabras sueltas de “Por”. Yo le decía a mi abuelo que era un tango dadaísta. Él me sacaba cagando.
−Al momento de escribir, diferenciás una canción de otro tipo de formato.
−Sí, una canción es otra cosa. Hace unos días me pasó algo maravilloso. Un paraguayo que trabaja en la parrilla de la esquina, Pito 4, vino a verme a las 5 de la mañana, mal, porque lo habían discriminado... entonces le doy una birome y le digo: escribí. Yo agarré la guitarra y quedó una especie de chamamé que se llama “Jereta porá” (Patria hermosa). Y eso sólo puede ser una canción por la manera en que nace. La canción nace toda junta para mí, la letra y la música. Excepto con el álbum que hicimos con Gabo (Ferro), pero porque hubo una empatía especial.
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