Texto publicado en la revista Tokonoma 15
芸者 : Geisha
Las geishas son mi primer misterio de Japón. Una geisha es una mujer que domina las destrezas del placer y las convierte en arte. Cara blanca, muñequita de porcelana en kimono negro, rojo y amarillo con promesa de infinito amor.
No hablo de todo Japón, porque él es hombre, guerrero e imperio. Pero dentro tiene mujeres sutiles y preciosas como perlas. Del harakiri del samurai brotan infinitas flores rojas, negras y amarillas, como geishas que florecen para enamorar la muerte de su señor, gloria del imperio. Que es una pequeña isla rodeada de furiosos y remotos mares.
Cuando supe de ellas mis ojos de niño no las pudieron aprehender, es que estaban tan lejos de mí, tan fuera de mi medida, porque nada que conociera se les parecía. Una mujer sugerente toda llena de símbolos que yo no sabía interpretar. En ese primer contacto la vi, suave bajo un cerezo, con piel tan blanca que cruzaba todos los umbrales de la palidez. Con la boca muy chiquita, muy roja. Geisha corazón de cereza que aún desespero por conocer.
A ella siguieron otros otros y otras otras, hasta que entendí que dentro de mí habita un secreto similar. Como un samurai, tengo amorosas geishas viviendo en mi interior. Así aprendí que su secreto raíza en la distancia, la intransitable lejanía que media entre mí y yo. En el centro de mi laberinto, hay un mal disimulado misterio, negro sobre negro, que no deja ver a la suave luciérnaga, fugitiva del sol naciente, que extingue su luz en la noche tenebrosa de quien, sin ser, soy.
Pero dicen los que saben la verdad que mi geisha es un mito, que la geisha es una mujer sometida cuyo yugo debería estremecer, nunca resplandecer. Educada con la firmeza del guerrero, tiene la entereza pero no la profesión. Como Japón, ella –que es todo amor– también está acorralada por océanos de desamor. Cuán lejos puede escapar con esos pasos, tan cerquita unos de otros, si mares desquiciados de prejuicio y rencor la cercan.
Inmerso en esas dialécticas, aprendí que todos somos seres mixtos, unos habitados por otros. Y al odiar a algún otro, odiamos también algo que escondemos muy hondo, como un tesoro oscuro oculto en lo profundo. Todos híbridos, seres un poco monstruosos, como el hijo de Pasifae y el toro. Un minotauro de ojos rasgados, mitad geisha mitad samurai. Mitad hombre mitad mujer.
En el laberinto, que es un imperio y está rodeado de agua, un kimono bordado de flores amarillas, rojas y negras danza, ligero, un baile delicado de geisha, carita blanca con rodete y abanico provocador, pero en su centro brama un minotauro, mezcla de miedo y de terror. Será que el murmullo del mar trae aires de tempestad. Si el imperio es una isla, la borrasca es la disolución. En una remota pequeñez, la geisha, boquita de cereza, sólo practica el arte de amar.
Espérenme.
Denme un minuto más,
es que no es fácil...
Escucho un rumor de sedas desgarradas. Está por desencadenarse una tragedia.
. . . . . . . . .
Como un samurai, tengo amorosas geishas viviendo en mi interior.
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