Foto Eduardo Sarapura |
Como suele suceder con aquellos que hacen de la literatura y el arte su trabajo, está inmerso en sus propios proyectos, pero como en su caso muchos de ellos están involucrados con la historia narrativa y sociopolítica nacional (¡cómo separar ambos espacios!), la conversación resultante presenta una gran cantidad de ideas y elementos para reflexionar sobre el escenario presente.
En este contexto, plantear el tema del canon resulta conflictivo, ya que como él mismo explica, “es muy difícil hablar de este tema en tiempo presente. Comparto con Harold Bloom, que es quien ha teorizado sobre esto, que el canon lo construyen los escritores más que los críticos. Y lo hacen a través de su misma escritura. Y eso queda claro posteriormente, al ver quiénes reactualizan o qué autores son productivos en la práctica de los escritores actuales, y cuáles de estos últimos son los que van a perdurar. Eso es lo más decisivo”.
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–Podemos analizar cómo actualizaron, transfiguraron o
revivieron en su escritura a Roberto Arlt a Jorge Luis Borges y recién ahí empezar a reflexionar y sacar algunas conclusiones. También
podemos ver el canon académico que acá tiende a ser de vanguardia más que
conservador y que coincide bastante con el periodismo. Pero sí hay autores que
tienen éxito de ventas y difusión que no terminan de entrar en ese canon, como
Roberto Fontanarrosa o Osvaldo Soriano.
–En los últimos años se ha consagrado a varios escritores más que a uno solo, aun con estéticas en disputa, en una suerte de orden más democrático. ¿Creés que esto se debe a la falta de una figura dominante o es otra forma de construir tendencias?
–Aunque parece pronto, ya podríamos decir que Rodolfo Walsh
o Manuel Puig poseen una estatura heroica y hasta mítica y, quizás a Saer
también le llegue el turno. Si en el futuro eso le sucederá a Piglia, Fogwill o
Aira u otro de esa generación, y luego de la mía y de los más jóvenes, está por
verse. Quizás una figura como Roberto Arlt pertenecía a un orden más
democrático como decís, sin embargo, hoy es tan relevante como Bioy Casares o
Silvina Ocampo… no diría Borges, que en estos términos sería como dios. Por
otra parte, Borges cuando estaba vivo y era relativamente joven no tenía esa
estatura, ya que a los contemporáneos los tratás como merecen ser tratados:
como uno más. Tal vez la democracia funciona en sincronía y de a poco se va
formando un panteón. Yo todavía no me doy cuenta si hemos reemplazado un
funcionamiento de grandes figuras por una constelación de muchos. Y eso que
estamos hablando sólo de narrativa, habría que ver qué pasa en poesía o en
teatro, que siempre queda afuera de las discusiones literarias. Qué va a pasar
con Rafael Spregelburd, por ejemplo, que es un gran autor, pero que se dedica
al teatro exclusivamente.
–¿Te parece que el
mercado tiene un juego determinante en la consagración de ciertos escritores?
–Creo que el mercado tiene un rol insignificante a ese
respecto en la Argentina. De hecho juega en contra, hay autores que tienen
éxito en ese espacio y se quejan de que la academia o la crítica seria les
cobra su éxito de ventas dejándolos afuera. Esto tiene que ver con un
funcionamiento particular, que se relaciona con la circulación de las
editoriales, hoy por hoy, a un autor que aspira al reconocimiento o la
perduración casi que no le conviene publicar en los grandes grupos editoriales.
Y las independientes no juegan con ninguna desventaja, tienen tanta atención en
la crítica como visibilidad en las librerías, no sé si en las vidrieras, pero
sí en las mesas donde el público va a mirar. En el mundo anglosajón, que es el
que más conozco, vas a una librería y tenés por un lado anaqueles de ficción y
por otro lado los best sellers. No se mezclan, como si fueran dos géneros
distintos. En Argentina, la separación no es tan tajante, ves mesas de ficción
y otras de periodismo o actualidad. Así que al establecer quiénes son los
autores relevantes desde el punto de vista literario no creo que el mercado sea
importante.
En la literatura latinoamericana durante los años sesenta y setenta, las editoriales movían y promovían lo que se consideraba la mejor literatura. Se publicaba a García Márquez, a Vargas Llosa, a Onetti, a Borges, a Bioy Casares, a Cabrera Infante, a José Donoso, etcétera, y nadie iba y le decía a Augusto Roa Basto: “Che, Yo, el Supremo es un poquito complicado, el lector de hoy no lo va a entender, por qué no lo simplificamos un poco”.
–Esto último puede
relacionarse al terremoto socio-económico de 2001, cuando las editoriales
transnacionales se repliegan y comienzan a aparecer una multitud de pequeñas
editoriales, de las cuales muchas hoy continúan.
–Sí, lo mismo que pasó con los vinos (risas). Esto es algo
que la gente de mi generación no poseía cuando quería salir al ruedo. En mi
caso, por ejemplo, cuando quise publicar Las islas, las grandes editoriales no
la tomaron y sólo quedaba pagarse la edición. En ese entonces existía Simurg,
que era seria y prestigiosa, la colección de ficción la dirigía Sylvia Saítta,
te elegían para publicar, pero tenías que pagar. En ese contexto no estaban
dadas las condiciones para que surgiera una profusión y productividad de
autores. Sí creo que esa explosión de editoriales que mencionás es una de las
grandes cosas que han sucedido. En la literatura latinoamericana durante los
años sesenta y setenta, las editoriales movían y promovían lo que se
consideraba la mejor literatura. Se publicaba a García Márquez, a Vargas Llosa,
a Onetti, a Borges, a Bioy Casares, a Cabrera Infante, a José Donoso, etcétera,
y nadie iba y le decía a Augusto Roa Basto: “che, Yo, el Supremo es un poquito
complicado, el lector de hoy no lo va a entender, por qué no lo simplificamos
un poco”. Hoy en día lo que se promueve de los grandes grupos o los grandes
premios es una literatura mucho más liviana. La divisoria de aguas es Isabel
Alllende, ya García Márquez es considerado difícil, hoy le dirían: “Che son
todos Aureliano y José Arcadio, la gente se va a perder, poneles nombres
distintos.” Las grandes editoriales promueven productos de mercado fáciles,
incluso copian al cine de Hollywood que desde hace añares hacen test para
evaluar sus productos, en este caso con sus lectores promedio, para ver si
entienden, si no se aburren, si la dejan por la mitad. Después van al autor y
le dicen “nuestro estudio de mercado da que este final no anda, vamos a tener
que cambiarlo”. Esto se hace en los países anglosajones, y vuelvo sobre lo que
dije antes, pero sobre los libros que tienen la etiqueta “best seller”. Si está
claro que ese es un género determinado con sus propias reglas y se produce para
un público determinado, todo bien. Ahora, si vendés como buena literatura algo
que se produjo como best seller, estás degradando y promoviendo autores que
podrían jugarse a hacer cosas mejores. Y ahí es tan importante el rol de las
editoriales independientes, pequeñas o medianas, donde se refugia cada vez más
la buena literatura. Por supuesto, esto se relaciona con el sistema de ventas,
los grandes grupos inundan todas las bocas de expendio, y a los dos o tres
meses se terminó. Localmente, una editorial que publica cuarenta títulos por
mes está vendiendo revistas con forma de un libro, yo publiqué una sola novela
en un gran grupo (El sueño del señor juez), y a los siete meses la estaban
vendiendo en supermercados Norte. La buena literatura es best seller a lo largo
de décadas. Borges vendió más que todos los autores de éxito inmediato a lo
largo del tiempo. También debemos mencionar el desarrollo de la poesía de los
noventa, que fue un poco distinto. Había movidas colectivas de juntarse a
recitar y escuchar. Y por supuesto está el fenómeno de Internet.
–Esta “intrusión” de
la tecnología que mencionás, ¿tiene la potencia de generar una escritura o un
lector diferente?
–Ahí están las dos cosas. Por un lado, Internet funcionó
como un mero soporte de lo que sería igual si se publicara en papel, pero sin
los costos. Por otro lado, y lo más interesante, son los nuevos tipos de
escritura que a su vez modifican el producto libro. Un caso paradigmático
–aunque no soy lector online– es el Diario de una princesa montonera, de María
Eva Pérez, que también es parte de la literatura de hijos de militantes. Ella
empieza escribiendo un blog en el que se juega a trabajar con ironía y a veces
con mucho humor –y con mucho dramatismo y dolor, por supuesto– esos temas y, de
acuerdo a las respuestas que iba recibiendo, iba explorando nuevas formas o
animándose a ir más lejos. Y claramente cuando leés el libro publicado en papel
te das cuenta que alguien que se pone a escribir en soledad no hubiera llegado
a esa escritura. Hay algo en la forma blog que fue determinante.
–En este caso tiene
que ver con un dialogo más fluido, como
una escritura en proceso...
–Sí, las respuestas, aunque en papel no están publicadas, se
sienten y es claramente una novela derivada de un blog. Si es que se trata de
novela, porque uno le dice novela, porque todo puede ser novela, es una
categoría que permite incluir casi cualquier cosa.
¿Qué rol cumple la escuela? ¿Debe empeñarse en crear lectores o tirar la toalla?, y entonces decir: analicemos series o historietas que enganchan más a los alumnos. Todo ese terreno de la escolarización, y aun lo más básico que es la alfabetización está por verse. Especialmente con el nuevo gobierno, porque para acceder a Internet hay que tener computadora, y es distinto un gobierno que reparte computadoras a uno que no lo hace. Y la necesidad de leer y escribir con las nuevas tecnologías sigue estando.
–Y en términos de
influencias, la literatura se extiende además a las series, y las referencias
ya no son sólo a cierta tradición literaria, sino a Lost o Breaking Bad.
–Si la cultura de masas es intrínsecamente democrática o no,
es un viejo debate. Y uno en principio tendría que decir que no, porque esa
cultura es compatible con una élite productora y un mercado consumidor. De
hecho, lo de las series es muy discutible, porque se ve un desarrollo de un
imperialismo cultural muy fuerte que va desplazando a otros programas de
producción local. Con Internet y los blogs, creo que se da otro proceso, porque
hay comunicación en ambas direcciones y creo que toda comunicación
unidireccional es, por definición, antidemocrática. Dentro de esto mismo, está
la cuestión de si las competencias de la lectura que se ponen en juego han
cambiado. ¿Cuál es el público que ha desarrollado las competencias para leer
literatura?, ¿ha aumentado?, ¿se ha mantenido igual? ¿ha disminuido? ¿Qué rol
cumple la escuela? ¿Debe empeñarse en crear lectores o tirar la toalla?, y
entonces decir: analicemos series o historietas que enganchan más a los
alumnos. Todo ese terreno de la escolarización, y aun lo más básico que es la
alfabetización está por verse. Especialmente con el nuevo gobierno, porque para
acceder a Internet hay que tener computadora, y es distinto un gobierno que
reparte computadoras a uno que no lo hace. Y la necesidad de leer y escribir
con las nuevas tecnologías sigue estando.
–En Argentina
los cambios políticos inciden directamente en la producción literaria. En
Europa, que tiene una tradición que se remonta hasta lo mítico y con ciertas
necesidades cotidianas cubiertas, la literatura parece que puede seguir un
rumbo más liberado de sus coyunturas inmediatas.
–La
ficción de todo país periférico, tercermundista, o como
quieras llamarlo, está absolutamente vinculada a la coyuntura política,
porque
afecta nuestra vida cotidiana hasta lo medular. Si hoy podés poner la
calefacción o no, depende del gobierno. Imaginate que a un
norteamericano o a
un inglés le decís que va a poder hacerlo o no de acuerdo a un gobierno.
Piensa
que lo estás cargando. Hay un núcleo de derechos adquiridos que son
intocables,
más allá de quien gobierne. Acá cambia un gobierno y cambia todo, y se
vuelve a cero. Entonces, es casi imposible una novela privada,
independiente
del contexto sociopolítico. Incluso no hay procesos privados en nuestra
vida y,
por lo tanto, no hay vidas exclusivamente privadas en la ficción. Son
lujos de
las literaturas canadiense, australiana, europeas.
–Hoy, ¿ves debates como en otros tiempos?, entre lo viejo y
lo nuevo, o entre una literatura más de corte social y otra más formalista,
pienso en los grupos Boedo y Florida, por ejemplo.
–No noto que el campo literario esté dividido tan
abruptamente, ni siquiera con esas diferencias tan tajantes entre K y anti K
que fue muy fuerte en los últimos años. La gran mayoría de los escritores no
hicieron jugar esa pieza. El modelo de organización del campo literario –y
estoy sonando a profesor de Puán– no es la guerra, pero tampoco una idealizada
convivencia democrática. Que para la vida es maravillosa pero para la
literatura es aburridísima, y no tiene que sujetarse a los parámetros de la
convivencia. A mí por lo menos releer los debates de los sesenta y setenta en
los que todos estaban con el dedito en alto diciendo qué es lo que hay que
hacer me da cierto cansancio. No es que niegue a la política, sino que la
literatura no es el parlamento. Si la literatura, en cualquiera de sus formas
de intervención sobre lo social o lo político, no encuentra una forma
contundente o perdurable no pasa demasiado. Cuando Walsh escribe,
posteriormente, sobre Operación Masacre, dice: “la releo y hay oraciones que me
gustaría cambiar”, no dice hay datos que me olvidé, hay testigos que no
entrevisté. Habla de la sintaxis y la forma de las oraciones.
Antes los escritores tenían que hacerse cargo de la verdad y de los hechos, porque ni el periodismo ni los historiadores estaban en condiciones de hacerlo. En las sociedades donde no hay libertad de expresión, son los garantes de la verdad. Pero a partir del ‘83 las mejores denuncias pueden hacerse por vía judicial o en los diarios, y la verdad no da más valor a una obra literaria. Entonces, el trabajo sobre lo específicamente literario se vuelve lo más importante. Me parece positivo que la búsqueda de la verdad esté más repartida.
–¿Podríamos decir que hubo un cambio a partir de la llegada
de la democracia?
–Algo cambió en 1983, antes los escritores tenían que
hacerse cargo de la verdad y de los hechos, porque ni el periodismo ni los
historiadores estaban en condiciones de hacerlo. En las sociedades donde no hay
libertad de expresión, los escritores son los garantes de la verdad, ahí sí el
contenido tiene más peso, pero a partir del ‘83 las mejores denuncias pueden
hacerse por vía judicial o en los diarios, y la verdad no da más valor a una
obra literaria. Entonces, el trabajo sobre lo específicamente literario se
vuelve lo más importante. Me parece positivo que la búsqueda de la verdad esté
más repartida.
Publicado en Revista T, septiembre 2016
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