Violeta Parra es la hermana mayor del folclore latinoamericano. Este año se cumplen cincuenta aniversario de su muerte y cien de su nacimiento. Por si necesitáramos una excusa para recordarla.
Dulce vecina de la verde selva
Huésped eterno del abril florido
Grande enemiga de la zarzamora
Violeta Parra.
Jardinera
locera
costurera
Bailarina del agua transparente
Árbol lleno de pájaros cantores
Violeta Parra.
Has recorrido toda la comarca
Desenterrando cántaros de greda
Y liberando pájaros cautivos
Entre las ramas.
Preocupada siempre de los otros
Cuando no del sobrino
de
la tía
Cuándo vas a acordarte de ti misma
Viola piadosa.
Nicanor, su hermano mayor, el “antipoeta”centenario, comenzó con estos versos la elegía que le dedicó tras su muerte. Ella –mujer latinoamericana, poeta, artista plástica– se plantó en esta tierra como semilla y se convirtió en el árbol que cobijó a las generaciones de artistas populares de todo el continente. “Viola chilensis” la llamó Nicanor, es que su vida y obra son inseparables de la tierra que la moldeó, y a la que ella ayudó a dar forma e identidad. La universalidad de sus canciones tiene raíces profundas en el costado pacífico de la cordillera. Escuchar a Violeta Parra, o a sus canciones interpretadas por otros –como Mercedes Sosa, que convirtió algunas en verdaderos himnos–, es adentrarse en su mundo íntimo y amoroso, pero también uno de fuerte contenido social.
De origen humilde y parte de una familia de
artistas se destacó como defensora de las tradiciones populares y de sus formas
expresivas, a las que conoció de primera mano e investigó en profundidad.
“Consulté a Nicanor, el hermano que siempre ha sabido guiarme y alentarme. Yo
tenía veinticinco canciones auténticas. Él hizo la selección y comencé a tocar
y cantar sola. Después me exigió que saliera a recopilar por lo menos un millar
de canciones. ‘Tienes que lanzarte a la calle’, me dijo (...) Encontré folklore
en todas partes.”
Gran parte del material que recopiló
–coplas, cuecas y tonadas– probablemente se hubiera perdido sin su trabajo. Esa
experiencia antropológica la convirtió en testigo de cómo vivían los mineros,
campesinos y aborígenes; y ese pasaría a ser uno de los ejes de sus
composiciones.
Canciones
que se pintan
Contra la guerra - Bordado sobre arpillera (144 x 192 cm). “En esta arpillera están todos los personajes que aman la paz. La primera soy yo, en violeta, porque es el color de mi nombre” |
La obra plástica de Violeta Parra es más
secreta. Sus óleos eran el espacio en que se abría a lo más oscuro y dolido de
la vida, mientras que los tapices y arpilleras, donde predominaban la paleta del
mundo araucano: amarillo, negro, violeta, rojo, verde y rosado, expresaban el
goce y la vitalidad. En un planteo estético que la acerca más a la tradición
del barroco americano que al clasicismo occidental, usó materiales del mundo popular
e indígena que mostraban la vida y leyendas del pueblo chileno. “Las arpilleras
son como canciones que se pintan”, afirmó.
En 1964 fue la primera hispanoamericana en tener una muestra individual en el Louvre, en París. Al año siguiente retornó a Chile, como durante toda su vida su actividad continuó febril, grabando discos, escribiendo canciones. Luego montó junto a sus hijos una Carpa en la comuna de la Reina, un centro cultural que finalmente no funcionó como había planeado y donde decidió quitarse la vida.
A cincuenta años de su muerte, y cien de su nacimiento, no es posible pensar una Latinoamérica sin Violeta Parra, sin sus canciones, sin su poesía. Pertenece a esa genealogía de creadores a los que adopta el pueblo. Dejó una huella ardiente, que no se mitiga ni sofoca con el correr del tiempo. Aún todos queremos abrazarla y sentirnos abrazados por ella.
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