Cuando leí La noche del mundo, quise hacerle una entrevista a Alejandro Modarelli, el autor. Un sábado a la tarde, la definimos por whatsapp: "¿Qué vas a tomar?", me preguntó. "Nada, o un vaso de agua", le respondí. "¿No querés una cerveza?", "Estoy sin almorzar, mejor no". Cuando llegué a su casa me esperaba con una cerveza y un sandwich de jamón y queso en su espléndido balcón terraza. La charla fue de lo más interesante.
En este
mundo híper –hipster– mediatizado y políticamente oportunista, Alejandro
Modarelli escribe tan fuerte que fractura. Compone desde una ética, que es una estética que hace piruetas al borde del
barranco sin despeinarse, desde el cuerpo y el deseo. Las estrellas del firmamento neobarroso guían y
protegen los textos de La noche del mundo (Mansalva): Osvaldo
Lamborghini, Néstor Perlongher, Copi respiran gozosos en cada rincón del libro.
Tal vez hay
que explicitarlo desde el principio, leer a Modarelli –desde sus libros hasta
sus artículos, pasando por sus posteos en Facebook– es una experiencia vital,
lúcida y también profundamente perturbadora. Su contoneo entre la tragedia y la
comedia honra el exceso gay que no se adapta y revela a su paso cada hipócrita
hendidura.
El barroco
de Modarelli es un canal capaz de encauzar fuerzas de la naturaleza para
lanzarlas contra los límites. Y cuál va a ser el límite, la última frontera,
sino la muerte. Entonces, Modarelli se murió. Y, como Aurora Venturini –después
de varios días en coma–, volvió para contar. Ahí está la primera crónica del
libro como testimonio: un problema respiratorio en medio de un vuelo entre
Bogotá y Buenos Aires lo postró en un coma por diez días. Y mientras “el cuerpo
se fuga hacia adentro en silencio como un caracol”, el deseo sigue su marcha
fervorosa en los sueños.
Desde el balcón terraza de su casa que da sobre el Bajo y se abre al ancho
Río de la Plata, Modarelli me recibió para hablar sobre su último libro.
De la reflexión militante a la estética, de la política a la filosofía, estos
recorridos se reflejan en su libro, compuestos por textos que no sólo tratan
del submundo de las locas del antiguo modelo homosexual, donde cuenta historias
de cines porno, de la llamada aldea gay (un asentamiento que fue desmantelado
por la Policía y terminó siendo incendiado en los noventa), sino también
rescata historias de personajes memorables, como Pedro Lemebel o Rudolf Brazda,
último sobreviviente de los homosexuales marcados con un triángulo rosa en los
campos de concentración nazis.
–En tus crónicas y relatos es muy fuerte la conexión
con el pasado.
–El tema del origen es un disparador muy fuerte. Me
interesa descubrir en el presente la huella del pasado que nos formó. Toda la
lucha por los derechos LGTBI pasó por varias etapas históricas y parece hoy
identificable en algo así como un modo de vida de clase media auspicioso,
aceptado o cuanto menos tolerado. Pero la verdad es que las personas trans, gay
y lesbianas pobres del Conurbano siguen siendo perseguidas o asesinadas. En el
peaje a derechos fundamentales se pagó el precio de la asimilación, que nos
exige el olvido de los marginados y de la propia conciencia de parias rebeldes.
En un sentido negativo, asimilarse es perder la singularidad de una manera de
ser en la sociedad. Se pierde, sobre todo, en el mercado de consumo dirigido a
nuestro colectivo, que no estamos interpelando, y es una trampa del sistema
neoliberal que necesita nichos de ciudadanos consumidores.
Modarelli reivindica la diferencia del antiguo
homosexual como una cuña inasimilable por el sistema y afirma que hay un goce
en sentirse diferente, en sentirse parte de un modelo de vida que desestabiliza
las normas represivas de la sociedad. Pero, se pregunta “¿qué gestos
desestabilizan en un momento como el actual? ¿Qué queda de revulsivo en la
homosexualidad?, ¿qué propuesta representamos para no quedar presos del gran
mercado neoliberal?”
“El matrimonio igualitario era necesario, al menos para tener –como en mi caso– el derecho a repudiarlo de inmediato, pero produjo –y aún produce– reacciones muy virulentas en contra, porque es una institución que se entronca con la concepción religiosa y autoritaria de familia. La posibilidad de una familia originada por dos hombres o por dos mujeres desestabiliza. Y es más interesante cuando se amplía a los derechos reproductivos, porque rompés con toda la trama fomentada y dogmatizada por la Iglesia Católica. Es lo que lleva a Bergoglio a decir que la ideología de género es igual a una bomba atómica. Él lo tiene que cacarear así porque en realidad se le cae como Hiroshima el orden natural inventado que pregona.” .
“El matrimonio igualitario era necesario, al menos para tener –como en mi caso– el derecho a repudiarlo de inmediato, pero produjo –y aún produce– reacciones muy virulentas en contra”
–Tras esa conquista de derechos, vino una reacción
conservadora muy fuerte en todo el mundo.
–Hay algo en el espíritu de época que trata de
aniquilar aquello del progresismo que más le molestó a los conservadores
religiosos: ellos lo llaman ideología de género. Nos apropiamos de un terreno
del que eran amos y señores, porque poseían el dominio de los cuerpos. Ahora,
hay que decir que no por eso somos en realidad mucho más libres, porque nadie
lo es en un mundo donde todo se convierte en mercancía, incluidas las
sexualidades diversas. Como dijo alguna vez Guattari: hay que aprender a
emborracharse con agua.
–Lo
políticamente correcto era una frontera un tanto débil tras la cual acechaba la
jauría…
–Esa línea
se quebró. Ahí está Trump diciendo barbaridades y quitando cupo a estudiantes
transexuales, por ejemplo. Se lo ve todo el tiempo, acá mismo, en las cosas que
se escuchan en la calle. Hay un código social que se rompió, un montón de gente
asustada que empieza a retraerse al vientre de la manada. Veo que el temor nos
retrotrae a creencias prepolíticas y cualquiera se siente autorizado a expresar
con gran liviandad toda clase de brutalidades. Esto no pasaba desde hace mucho.
–En tus
relatos hay una celebración del cuerpo como espacio de una memoria feliz.
–Es la
memoria de un cuerpo que gozó el zanjón. En Rosa Prepucio, mi
libro anterior hay una loca envejecida que dice que al final va a recordar la
cantidad de orgasmos vividos, no el recuerdo del padre ni de la madre. Es ese
cuerpo totalmente infiltrado por el deseo, que ha optado por la intensidad y no
por la duración.
–Tus relatos
canalizan literariamente el debate de una época, ¿es una intención deliberada?
–Sí, es una
época escatológica. En un mundo amenazado por su propio sistema económico,
porque no da las respuestas que daba antes, surgen fantasmas que hacen que
hasta los privilegiados se sientan inseguros; es como en la Edad Media, la
fortaleza está asediada y hay que aferrarse a posiciones y posesiones. Esto se
impone como relato principal y policial de la cultura urbana. Entonces, al
escribir, suelo recurrir a la memoria de mi cuerpo, de cuando era chico y
empezaba con mis primeros escarceos en medios de transportes. Escribo la
memoria gozosa del cuerpo en la ciudad. Alejo los fantasmas pánicos, entre
ellos el miedo al encuentro furtivo, el miedo al otro. Y esa escritura retoma
debates entre el antiguo régimen homosexual y el nuevo modelo gay. Intervengo
en favor de una homosexualidad revulsiva, como un elemento desestabilizador de
la sociedad. Ahí hago una elección. No tengo nada que ver con ese modelo gay
del wedding planner, el crucero gay o las locas que en el barrio de
Chueca en Madrid hacen fila para cortarle el pelo a su caniche. No quiero ni
puedo ser incorporado a ese mundo, que será fascinante para ellos, pero que mí
me resulta soporífero. Extraño el esplendor de lo abyecto.
"Nos dicen: 'El Islam mata putos', pero silencian lo que pasa en otros países cristianos fundamentalistas de África, como Uganda, ni muestran que dentro del Islam hay una lucha por la hegemonía saudí, que es el extremismo religioso."
–Ese estilo
gay revulsivo que reivindicás visibiliza los más profundos temores que se
agitan en buena parte de la sociedad y que, en este vuelco conservador, de
Macri a Trump sin olvidar los extremismos fóbicos europeos, se tornan una
amenaza.
–Nosotros los
homosexuales no clonados tenemos algo inasimilable en nuestra sexualidad. Y
aunque parece que todo está tranquilo con los gays palermitanos, el homófobo
aparece en cualquier momento. Y va a aparecer. Retomo lo de hace un momento,
porque basta ver como surgen los fantasmas en este momento en que la casa está
amenazada. De pronto aumentaron los crímenes de odio, se hace visible la
violencia contra las mujeres. Hay algo que sigue jodiendo. De pronto acá
cerraron todos los cines porno. Quieren cortar ese exceso inasimilable como la
sexualidad no controlada, realmente diversa, en la oscuridad del cine rotoso,
que no pueden sentarse a negociar con el poder municipal como las grandes
discotecas.
–¿Es posible
una alianza entre los diferentes mundos marginados?
–Es una
discusión que se da hacia adentro de los colectivos LGTBI, que tiene que ver
con la opción por encerrarnos en nuestras demandas exclusivas o inclinarnos a
una coalición con otros sectores vulnerados. Es decir, si vamos a intentar
recuperar el diálogo con los excluidos del orden social y económico mundial. Un
poco lo que dice Judith Butler: no caer en la trampa del imperio, que nos
convoca a librar una batalla en nombre de las supuestas libertades de
Occidente, y en la que no somos para ellos más que un instrumento de
satanización. Nos dicen: “El Islam mata putos”, pero silencian lo que pasa en
otros países cristianos fundamentalistas de África, como Uganda, ni muestran
que dentro del Islam hay una lucha por la hegemonía saudí, que es el extremismo
religioso. Hasta hace pocos años en Holanda cuando un musulmán pedía la
residencia se les mostraba fotos de gays besándose para ver cómo reaccionaban,
¡pero si se las mostraban a un evangelista retrógrado iba a reaccionar de un
modo similar! Esa no es nuestra lucha, sino la del imperio.
–En tus
relatos la memoria funciona como un cerco irreductible.
–Me parece
fundamental como hecho político disruptivo dentro de esta suerte de confort
actual, que actúa como si no hubiese historia. Como si no hubiéramos llegado a
este punto sobre tantos muertos, entre estos los que murieron de Sida. No
podemos dejar a nuestros muertos sin presencia, no ser hospitalarios con ellos.
Es necesario para pensar nuestro presente. Qué precio vamos a pagar por
pertenecer al orden social. Hay un pasado que interpela a la sociedad. Si
pensamos que no queda nada más por interpelar, que no hay coaliciones que se
puedan producir en recuerdo de nuestro sufrimiento pasado. Si ese sufrimiento
no sirve para sentir empatía por estos grupos de desplazados, sirve para poco.
No podemos olvidar nuestro origen para cortarle el pelo al caniche. No tener
conciencia de que hay un origen común de todas las injusticias y un deseo de
todas las libertades, como dice la consigna de la CHA: “En el origen de nuestra
lucha, está el deseo de todas las libertades”. Nosotros también luchamos para
que se incorporen otros grupos que ahora son marginados, si no quedamos arando
sobre la misma rueda. Ojalá que mis libros jamás sean leídos como literatura
gay igualizante, porque la diferencia que interpela, nuestra singularidad loca,
es aquello que nos permite salir del narsicismo del clon y del cautiverio de la
góndola para poder emborracharnos con agua.
al encuentro furtivo, el miedo al otro. Y esa escritura retoma
debates entre el antiguo régimen homosexual y el nuevo modelo gay. Intervengo
en favor de una homosexualidad revulsiva, como un elemento desestabilizador de
la sociedad. Ahí hago una elección. No tengo nada que ver con ese modelo gay
del wedding planner, el crucero gay o las locas que en el barrio de
Chueca en Madrid hacen fila para cortarle el pelo a su caniche. No quiero ni
puedo ser incorporado a ese mundo, que será fascinante para ellos, pero que mí
me resulta soporífero. Extraño el esplendor de lo abyecto.
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