5 feb 2018

Crónicas de posguerra, de Daniel Otero

Estas cuatro crónicas, que tienen años de investigación detrás, atienden el espesor de la historia dialogando con los oscuros y pequeños hacedores del gran mal. Desde el alemán que repartió el botín de guerra nazi entre los criminales ocultos en Argentina hasta el policía que "boleteó" treinta personas y que fue felicitado por Camps. Todo sin olvidarse de una prosa sensible y rica y contundente.
 
Cuando se abre Crónicas de Posguerra, las historias agarran al lector y lo llevan de las pestañas página tras página, revelando los oscuros mundos personales y familiares de los ordenanzas anónimos de los regímenes fascistas. La vida que llevan o llevaron “los que hicieron el trabajo sucio” al finalizar las órdenes de sus comandantes, el revés de la trama de gente de barrio que por hache o por be aceptaron convertirse en monstruos para luego seguir siendo, tal vez, el vecino de al lado. 


Daniel Otero advierte en el prólogo que “narra hechos terribles”. Avisa, para que no queden dudas, que “los protagonistas son los malos”. Y también dice que en las páginas de su último libro “no hay una sola línea de ficción. Cada historia está respaldada por un documento, un testimonio, una fotografía o la presencia directa ante los hechos”.

¿Pero qué historias cuenta Otero? Tras las puertas del infierno que se le abrieron un poco al azar se asomaron personas que fueron develando sus secretos con el correr de los años. Vidas lanzadas como esquirlas que continúan su viaje tras la finalización de los conflictos que les dieron origen, que muestran como su alcance persiste a lo largo del tiempo hasta llegar a la actualidad. Como la del alemán Herbert Bittner, que ingresó a Argentina en 1967 y murió 40 años más tarde, y entretanto era el encargado de entregar –entre 1974 y 1982– el botín nazi a los criminales de guerra ocultos (y no tanto) en Argentina. 

La pluma de Otero pinta a sus protagonistas de cuerpo entero, a ellos, sus almas, sus cómplices. Sabe cuando darles la palabra y con precisión de cirujano una le alcanza para poner en perspectiva lo que se está leyendo. No sólo tiene confianza en los datos, también en el lenguaje, y a través de él emergen sus propias convicciones. Es el caso de la crónica “El gatillero”, que narra sus encuentros con Carlos Sthoge, primer sospechoso de haber matado a José Luis Cabezas, quien admite 30 asesinatos para demostrar que es inocente de ese que le quieren cargar: “—A mí me mandaron al frente y eso me indigna, me pone del bocho, me dan ganas de mandarme una cagada. De agarrarlo del cogote a ese Caballo, ahora que está en la lona, y ponerle el .357 adentro de la boca y decirle: ‘Decime las cosas como son porque te vas a tener que ir a buscar la cabeza al Río de la Plata’. —¿Por qué a usted? —No sé, yo soy conocido por trabajador. Era un elefante en un bazar. Movía los brazos con torpeza y el oro se agitaba en el cuerpo: reloj, cadena, anillo, pulsera. —Toda mi vida laburé volteando chorros. ¿Querés que te diga una cosa? —Seguro. —A mí me felicitó el general Ramón Camps, ¿entendés? Dijo Camps como quien dice Dios”. 

La escritura de Otero no hace concesiones ni da golpes bajos. Investigador avezado, con varios libros y documentales en su haber, ilumina la profundidad del colaboracionismo dentro del tejido social y familiar. Pero también muestra como los allegados de los criminales podían ser víctimas, como la hija de quien cargó los treinta cuerpos dinamitados en La masacre de Fátima en 1976, y que encapuchaba y listaba a los detenidos. Hoy es un vecino respetado de Lanús, donde preside una asociación de fomento. Tefy, como se hace llamar su hija, fue sometida a una vida de centro clandestino de detención hasta que comenzó a desarmar su historia, revelarse y comenzar una nueva vida, siempre cargada de esas cicatrices. El 24 de marzo de 2016, por primera, vez marchó a Plaza de Mayo.

Historias de Posguerra, editada por Octubre, abre las puertas laterales del infierno, donde no aparece la aterradora presencia del diablo, de su majestad satánica en todo su terrible esplendor, sino la de aquellos que, obedientes, nunca cuestionaron una orden y permitieron que la maquinaria del terrorismo de Estado funcionara sin chirriar.



Publicado en la sección Cultura de Tiempo Argentino
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