23 jul 2011

Reseña
La escritura de Jorge Edwards seduce desde el ritmo: vibra, frasea, canturrea; serpentea entre el ensayo y la ficción, y ofrece la agradable sensación de un libro que conversa. No hay que dejarse engañar, la simplicidad de lo oral en el formato escrito es, en realidad, una tarea compleja para la que se necesita oficio. Y Edwards lo tiene.
La excusa de La muerte de Montaigne es narrar una relación que el primer ensayista de lengua francesa tuvo en sus últimos años de vida con una joven admiradora. Una historia lateral no totalmente documentada, y es en esos esquivos resquicios donde se mete el actual embajador chileno en Francia para novelar sobre lo que pudo suceder entre estos dos personajes, el maestro y la discípula. La aventura aspira a celebrar el antiguo ideal de la concordia y la independencia política, rasgos que el contemporáneo chileno de apellido inglés atribuye al antiguo autor francés, con el que se identifica. Las reflexiones se ritman al galope de Montaigne a caballo o con los desplazamientos de la Armada Invencible.
El libro comienza con una descripción que también es una declaración de principios: “El señor tomaba partido, pero no pensaba como hombre de partido. Juzgaba las cosas por sus méritos propios, sin el menor ánimo de favorecer a uno u otro bando. Se proponía ser íntegro, vivir en plenitud, conforme consigo mismo.” El ideal no por noble impide que el lector se cuestione acerca de las restricciones y presupuestos que todo pensamiento posee, porque la sublimación no hace que estos desaparezcan. Como a menudo sucede con las posturas conciliadoras, tras ellas se esconde la negación de los conflictos y algunos puntos ciegos que no se abren a discusión.
La estructura espiralada y dinámica del libro le permite a Edwards viajar de las guerras de religión en Francia al Chile de Piñera. Al que votó, apoya y representa como diplomático. El remontarse al siglo XVI hace más densa la discusión sobre el presente, al que permanentemente vuelve. En este ida y vuelta construye una genealogía intelectual y literaria, se eleva de la coyuntura cotidiana y carga con mayor sentido las palabras. Sin embargo, en las referencias al presente su proyecto renguea, por ejemplo cuando menciona una “guerra civil no declarada” que habría vivido Chile o al definir a sus opositores por su peor rasgo. En puntos nodales de su posicionamiento político, no abre la discusión y no revisa los postulados sobre los que se asienta.
A su favor La muerte de Montaigne se lee con atención, a veces con una sonrisa, presenta además de una prosa ilustrada que abomina de los extremos y los fanatismos, una muestra de que la buena literatura no se ata a ideologías.

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