Buenos Aires se derrite por el calor. Se derrite el asfalto, los edificios y también las personas, y éstas incluso más rápido. La consistencia y densidad de la carne son sin duda más frágiles que las del concentrado concreto. Los cuerpos se deshacen, dejan una estela apenas visible tras de sí. Y de repente sucede que llueve. Y será que uno lo deseó tanto que llueve con fuerza, y toda la ciudad se inunda con agua de lluvia.
A veces me siento arder como la lava de un volcán, otras me muevo rápido como si fuera un río. En ambos casos me voy por la alcantarilla y lo celebro, siempre viene bien un cambio. Además puedo viajar bajotierra sin pagar los $ 2,50 que ahora cuesta el subte y sin necesidad de saltar los molinetes en señal de protesta.
Una vez abajo, me pierdo, me confundo en los desvíos de los circuitos subterráneos. Pero a la mugre y fealdad que me rodea le gana el vértigo de la aventura. Todo eso lo disfruto pero también me asusta. Restos de mi cuerpo desmonto aquí y allá, y poco a poco me deshago en la inmensidad, y ya no viajo porque estoy acá y allá, como el lenguado soñador de Watanabe:
El miedo circulará siempre en mi cuerpo
como otra sangre. Mi cuerpo no es mucho. Soy
una palada de órganos enterrados en la arena
y los bordes imperceptibles de mi carne
no están muy lejos.
A veces sueño que me expando
y ondulo como una llanura,
sereno y sin miedo, y más grande
que los más grandes. Yo soy entonces
toda la arena, todo el vasto fondo marino.
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