Nota en Revista Invisibles sobre la publicación en Editorial Descierto de las famosas Cartas de Rodez y El Obispo de Rodez. Escritas durante una de las últimas internaciones de Antonin Artaud, en esta correspondencia es posible vivenciar el núcleo intacto de la fuerza artística del creador del movimiento Dada.
Para finales de la II Guerra Mundial, en medio del inmenso
esqueleto desollado que era Europa, Antonin Artaud estaba confinado en Rodez,
uno de los últimos manicomios que además de encerrarlo y drogarlo intentaba
“curarlo” al ritmo de la terapia de electrochoques. Europa y Artaud, dos cruentos
campos de batalla, que sólo parecían guardar hambre y locura para mostrar al
mundo. Sin embargo, en ese hospicio, Artaud vuelve a escribir. Vuelve a
denunciar. Vuelve a destilar locura y lucidez.
Esta etapa de encierros comienza con un viaje a Irlanda, de
la que es deportado luego de un incidente confuso. Había viajado hasta allí
para “restituir” un bastón que según decía había pertenecido a san Patricio.
Las internaciones, las idas y vueltas con la religión, el papel del
controvertido psiquiatra que lo trata, su relación con el lenguaje aparecen
bien narrados en el prólogo de Carlos Riccardo, el traductor de estas cartas,
originalmente dirigidas a Henri Parisot, editor de Viaje al país de los
Tarahumaras.
Leer las cartas de Artaud no es asunto fácil. El relato
paranoico del mundo –es decir, la denuncia de los espíritus que han hechizado a
los hombres para evitar que él destruya este “mundo hediondo” o el plan
diabólico para acabar con la poesía– posee una fuerza arrolladora, que es
aprovechada en favor de la potencia narrativa. Artaud toma el delirio y
lo transforma en denuncia contra la violencia de la sociedad burguesa.
La acusación apunta justo al corazón: un lenguaje vaciado,
normalizado, satisfecho de sí mismo. El relato que hace Artaud, encerrado en un
manicomio, es la señal más indudable de la intemperie en la que vive, del
tormentoso clima que azota su cuerpo y su espíritu, pero no acaban allí. Esta
crítica contra un lenguaje de juguete aparece en la radical oposición que
siente a traducir el Jabberwocky, el poema de Lewis Carrol incluido en Alicia a
través del espejo, al que considera apenas un juego ornamental. “Yo amo los
poemas de los hambrientos, de los enfermos, de los parias, de los envenenados…
los poemas de los supliciados del lenguaje que se pierden en sus escritos no de
aquellos que aparentan estar perdidos.” La única salida: abandonar el lenguaje
y sus leyes. Allí surge la famosa glosolalia, que Riccardo define como un
“lenguaje no conceptual, nacido del ritmo de la respiración, del aliento y la
voz”, pero de ningún modo delirante.
La historia del bastón de san Jerónimo o la larga posdata de
la carta del 9 de octubre en la que narra el apuñalamiento sufrido mucho tiempo
atrás en Marsella relumbran por su efectividad narrativa. La cordura, como un
sobreviviente en medio de las ruinas aún humeantes de Europa, es un grito
desesperado que asoma y denuncia la violencia ¿militar?, ¿psiquiátrica?,
¿política? Militar, psiquiátrica, política. Es decir, la otra locura, la de los
franceses que “se dan el lujo de creer que la vida corriente continúa mientras
la población del mundo merma terriblemente”. Por si fuera necesario remarcar la
vigencia de estas palabras escritas en 1945, basta mirar hoy hacia Europa, que
sigue destilando veneno fuera y dentro de su propio territorio.
Estas cartas –escritas poco antes de Van Gogh, el suicidado
por la sociedad– tenían destino de publicación, como gran parte de su
correspondencia, desde el momento en que fueron escritas. Esta edición
agrega al final una serie de dibujos del propio Artaud y el breve escrito
El Obispo de Rodez. Básicamente una blasfemia contra “el horrible brujito de
Judea que toda la cristiandad actual adora”, sobre él descarga palada tras
palada de su arsenal lingüístico-fecal. Leer a Artaud es una prueba de
intensidad, es vivenciar el núcleo aún intacto de su fuerza. Para bien o para
mal.
Artaud en directo. Fragmento de una de las cartas publicadas en este volumen:
Rodez, 6 de octubre 1945
Querido señor:
Como no tengo tinta, ni puedo tenerla,
pues aquí los demás internados vuelcan mis tinteros sobre mis libros y
escritos, le escribo a lápiz.
No fui a México a hacer un viaje de
iniciación o de placer, bueno para contarlo luego en un libro que se lee
al amor de la lumbre; fui allí a encontrar una raza que pudiera
seguirme en mis ideas. Si soy poeta o actor, no lo soy para escribir o
declamar poesías, sino para vivirlas. Cuando recito un poema no lo hago
para que me aplaudan, sino para sentir cuerpos de hombres y de mujeres,
cuerpos digo, temblar y girar al unísono con el mío, girar como se gira
de la obtusa contemplación del buda sentado, ancas aposentadas y sexo
gratuito, al alma, es decir, hasta la materialización corporal y real de
un ser integral de poesía. Quiero que los poemas de Françoise Villon,
de Charles Baudelaire, de Edgar Poe o de Gérard de Nerval se vuelvan
verdaderos y que la vida salga de los libros, de las revistas, de los
teatros y de las misas que las retienen y crucifican para captarla y
pase al plano de esta interna magia de cuerpos, de ese trasiego uterino
del alma al alma, que cuerpo por cuerpo y hambre de amor por hambre
libera una soterrada energía sexual sobre las que las religiones han
dejado caer la excomunión y lo prohibido , y que la hipócrita
mojigatería del siglo destila en sus orgías secretas como odio a la
poesía. El sexo es lóbrego, Henri Parisot, porque la poesía lo es aún
más. Lo armónico del tono generador de la Mártir, o de la Carroña, o de
la Bella Yelmera es un pozo donde el hambre uterina del alma llora un
amor que no ha fructificado, un pozo donde lo fecal del cuerpo
sobrenatural del alma se retuerce hasta morir por no haber fructificado.
Este siglo ya no comprende la poesía fecal, la intestina desgracia, de
aquella, Señora Muerte, que desde los siglos sondea su columna de
muerte, su columna anal de muerte, en el excremento de una supervivencia
abolida, cadáver también de sus yo abolidos, y que por el crimen de no
haber podido jamás ser un ser, ha debido caer, para sondearse mejor ser
en ese abismo de la materia inmunda y además tan simplemente inmunda
donde el cadáver de la Señora Muerte, de la señora uterina fecal, la
señora amo, gehena de excrementos por gehena, en el opio de su
excremento, fomenta fama, el destino fecal de su alma, en el útero de su
propio hogar. El alma dice el ser, es aquello que, focal de la
supervivencia del ser, cae fecal como un excremento y se amontona en su
excremento. Ante mí he visto caer de muchos féretros no sé qué materia
negra, qué inmortal orina de esos mudos de vida, que migajas de materia,
en migajas, gota por gota, se abolían. El nombre de esa materia es
caca, y caca es la materia del alma cuyos charcos vi cómo distribuían
delante de mí algunos féretros. El hálito de los huesos y éste es el
abismo Kah-Kah, Kah el hálito corporal de la mierda que es el opio de
supervivencia eterna. Toda la mierda surgida del amontonamiento de
tantos féretros es un opio arrancado al alma aún no calibrada
suficientemente en el abismo de su fecalidad, lo focal de su fecalidad.
El alma ama hasta la muerte, hasta el olor inmortal de su muerte, y no
hay muerte ni tumba acusables de oler mal. El olor del culo eterno de la
muerte es la energía oprimida de un alma a la que el hombre ha negado
la vida
pho ti ti ananti phatiame
fa ti tiame ta fatridi
(…)
. . . . . . .
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